jueves, 17 de mayo de 2007

LA X MISTERIOSA (1914) de Benjamin Christensen




Benjamin Christensen fue una de las grandes personalidades del cine danés y uno de los que más influyó en otras cinematografías, a las que también contribuyó en su periplo fuera de Dinamarca: en coproducción con Suecia dirigió su obra más celebrada, Häxan (La brujería a través de los tiempos, 1920), y en su etapa estadounidense firmó títulos tan interesantes como The Devil Circus (1924), con Norma Shearer, Mockery (1927), con Lon Chaney, The Haunted House (1928), Seven Footprints to Satan (1929) y, aunque no acreditado, La isla misteriosa (1929). Sus primeros pasos en el cine, tras una etapa como cantante de ópera, los dio como actor hacia 1906, coincidiendo con los inicios de la actividad de la Nordisk, y unos años después, en 1914, debuta en la dirección con el título que nos ocupa. En él se dan cita algunas constantes de su cine: una fascinación por el mal, por lo escabroso y, sobre todo, el poder lumínico y pictórico de sus imágenes.

Lo que empieza pareciendo un alegato patriótico, con una exaltación de la bandera en el ámbito de la familia de un militar, interpretado por el propio Christensen, se convierte de inmediato en una intriga motivada por el espionaje y el adulterio que tiene como triángulo al militar, su mujer y el pretendiente amoroso de ésta, el conde Spinelli, quien además de su devoción por la dama, está especialmente interesado en los planes de ataque del ejército rival. El militar descubre mediante la lectura de una carta el coqueteo de su mujer y el conde, quien en una estancia en la casa de la dama tiene acceso a una información reservada del ejército. Spinelli avisa al otro bando del plan de ataque, revelación de la que es acusado el protagonista, quien, enfadado por el posible adulterio de su mujer, no hace nada para evitar su condena por un tribunal militar. Cuando está a punto de ser fusilado, se descubre la verdad, tras la confesión del conde, quien agoniza en el sótano de un molino de viento, donde ha quedado atrapado.

La casa familiar, la del conde, el mar donde el militar navega en sus misiones son algunos de los espacios en los que se desenvuelve una historia de pasión y traiciones, en los que el interés de la trama, con muchos momentos de verdadero suspense, se combina con una sinfonía de luces que se dibujan en las sombras, a través de lo que proyecta una apertura de la luz en los interiores sombríos.



Uno de los espacios más queridos por la cámara y la fotografía es el molino de viento, tanto en los planos generales, silueteado en negro en la cumbre de una colina, como si de una animación de Lotte Reiniger se tratara, como en los de interior, con planos de contraste entre la luz exterior matizada y enmarcada en la oscuridad del molino. Se convierte también en un lugar para planos de gran tensión, con motivos escabrosos, como el uso de ratas reales (un recurso que recuerda a uno de los más celebrados momentos del Nosferatu de Murnau), en la agonía del conde y su desesperación por intentar abrir la trampilla del sótano, que ha quedado bloqueada al abrirse sobre ella la puerta del molino. En algunos momentos de esta secuencia lo único que se ve es el movimiento de una bisagra o una vibración de las maderas, con un ritmo que parece imitar el latido de un corazón acelerado, elementos sencillos, pero que prefiguran por sí solos recursos del cine de terror.

De gran impacto, en cuanto a la tensión de la trama y a su juego de luces y sombras, es toda la parte en la que el hijo del militar sale a escondidas de su casa (con un bello plano de arranque de su cuerpo silueteado en la ventana como una sombra) y marcha a ver a su padre a la prisión donde éste está confinado. Los planos que describen la internada en el presidiario del muchacho, burlando a la guardia, hasta llegar a la celda donde está su padre, constituyen un repertorio de perspectivas en la oscuridad: galerías sombrías con una iluminación mínima proyectada por una hilera de ventanales, arcos sobre fosos de agua y pasadizos de cuento de horror.

La importancia de las imágenes también se revela en la utilización de grafismos y palabras como parte integrante de los fotogramas. En cuanto al primer caso, resulta significativa la escena en la que a la mujer se le revela en sueños la clave para poder salvar a su marido: se va dibujando sobreimpresionada al plano de ella durmiendo, como si estuviera sienda trazada en tiza sobre una pizarra, la figura de un enorme elefante (un dibujo que su hijo había hecho en el reverso de una carta de vital importancia para la historia) y una X en su interior (la firma misteriosa de esa carta y la que da título a la película). Menos elemental y de una gran efectividad resulta un uso concreto de las palabras en un rótulo que no lo parece, pues está integrado en las imágenes: el padre del militar acusado, tras saber de la inocencia de su hijo, intenta contactar por teléfono con el regimiento que lo retiene para paralizar su ejecución; sus palabras empiezan a escribirse sobreimpresionadas siguiendo la trayectoria del tendido hasta que un impacto de cañón derriba el poste y se interrumpe la comunicación. El estallido es un impacto visual de gran calado, pues además es un golpe para la empatía del espectador por la víctima que sabe inocente. Es decir, que este tipo de recurso tiene un componente visual y discursivo al mismo tiempo.

La historia se enmarca en un contexto bélico y ofrece algunos momentos de batalla, pero no parece que haya mucha relación con los vientos de guerra de ese año tan señalado en la historia universal. Más bien esos momentos de batalla, no muy precisos, están claramente enfocados a albergar un tramo de la trama principal, un simple marco de ella. A veces esta relación es bastante fallida, como lo poco verosímil que resulta, por no decir que queda fuera de tono, la carrera de la mujer en el campo de batalla, en plena acción militar. Quizás es el único punto discutible en esta espléndida y recomendable película, el debut de uno de esos grandes directores hoy bastante olvidados.


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