Con motivo del ciclo dedicado en la Filmoteca de Catalunya a los clásicos del cine mudo danés, ya tuvimos ocasión de analizar una de las películas del director Eduard Schnedler-Sørensen (1886-1947), titulada Engañado a muerte (1911), dentro de un grupo de filmes dedicados al tema del harén. En esta ocasión nos acercamos a otros dos títulos: un gran éxito del actor Valdemar Psilander, entre el melodrama y la acción, y una película de Clara Pontoppidan, también un melodrama.
La catástrofe del Gran Circo (1912)
Un conde (Valdemar Psilander) debe abandonar la hacienda familiar a causa del impago de una elevada deuda y se traslada a la ciudad. Allí, instalado en el Hotel de los Artistas, entabla relación con los propietarios de un circo, donde acabará demostrando sus habilidades como jinete. Al mismo tiempo que inicia una relación sentimental con la dueña del circo, es objeto de deseo de una joven, a la que ayudará a escapar del incendio del hotel. Tras ver como su amada flirtea con otro, marcha a un bar para tratar de olvidar sus penas, justo unas horas antes de afrontar un número peligroso con el caballo, en el que ha de subirse a una plataforma elevada y resistir junto al animal una traca de fuego. El número falla y el conde cae al vacío junto al caballo. Ya en el hospital, el conde herido recibe las fieles atenciones de la joven.
Circo y melodrama ya ha sido motivo de algunos artículos dedicados a películas concretas de este período en este blog. El melodrama con la estructura típica del triángulo amoroso y el tema del circo como excusa para introducir elementos espectaculares con uno o dos números de circo, a los que, además de su emoción intrínseca, se añade como contexto la tensión sentimental de la historia. La introducción de los números circenses ayuda también a experimentar más con la cámara y romper con la rutina de los planos de interior con besos de amantes y salones.
Este último punto está en relación a uno de los grandes valores de la película: la diversidad de puntos de vista. Aunque a veces se pierde la noción de quién está focalizando la historia, la película se enriquece del diálogo entre planos que plantean formas diversas de ver un mismo hecho. Un ejemplo claro es la primera exhibición del conde con el caballo, que también sirve para presentarnos la fascinación que el aristócrata ejerce en una joven. Se alternan los planos en los que se ve el número tal como lo ven los espectadores del circo con uno más particular, en el que la chica sigue la exhibición a través de lo que dejan ver unas cortinas entreabiertas. Como la joven contempla la escena en primer término en el plano, se da un juego con los espectadores de la sala de cine, pues se presenta como si fuese una espectadora más de la película que se ha ido hasta la pantalla a ver qué hay detrás de la cortina.
Hay también una importante labor de cámara y montaje en toda la secuencia del incendio del hotel. Para escapar de las llamas, el conde y la joven optan por dos soluciones que cualquier manual sobre emergencias y seguridad ante incendios desaconsejaría: utilizar el ascensor y escapar por la azotea hasta la del edificio vecino, caminando como funambulistas por el tendido eléctrico. Más allá de lo original y lo peligroso de este camino, la secuencia está rodada con criterio. La parte del ascensor está rodada con una cámara subjetiva desde dentro: se ven aparecer los diversos pisos del hotel en llamas hasta que encuentran una planta desde la que se puede acceder a la azotea. Allí se alternan los planos en los que presumiblemente actúan los especialistas con los que aparecen los actores principales, además de planos cenitales en los que se ven los preparativos de los bomberos por si alguien cae (ella lo hace sobre una lona).
Todas estas escenas se combinan con observadores espontáneos, personas anónimas reales que seguramente acudirían al lugar, llamados por la curiosidad de todo el tinglado del cine. No aparecen casualmente: es un inserto documental premeditado para dar mayor verosimilitud a la acción. Estos espectadores anónimos ya han aparecido en el momento de la llegada del carruaje del conde al Hotel de los Artistas. Al fondo del plano se divisan algunos transeúntes que pasean o acaban de hacerse con el periódico, y, al ver la cámara, se giran para averiguar quién va a bajar del carruaje. Un homenaje al cine documental que estaba en boga unos pocos años antes y, al mismo tiempo, un recurso narrativo deliberado.
El principal número final, con toda la carga emotiva de la historia y con el añadido de que el protagonista tiene algunas copas de más, tiene gran espectacularidad, aunque este espectador no acaba de entender en qué consiste el número, cuál se supone que debía ser el final con éxito. Pero hay que admitir que técnicamente es muy atrayente: jinete y caballo se suben en una plataforma (ya situar en ella al caballo, muy temeroso, es una heroicidad), que elevan hasta lo más alto del circo con unas poleas. Una vez allí, el director del circo enciende las mechas para desmontar la plataforma, de la que saltan jinete y caballo. El humo, el desconcierto y el montaje ayudan a engañar visualmente al espectador y a darle la impresión de que ese salto se produce realmente desde tanta altura, cuando lo único que vemos es su inicio y su desastroso final, ya con el caballo y su jinete tendidos en el suelo.
Amor y amistad (1912)
Dos amigas íntimas se ven obligadas a enfrentarse a partir del momento en que una descubre la relación de su marido con la otra. Amantes de la esgrima, la situación se resuelve con un duelo a muerte con espada en la que resulta herida de muerte la esposa engañada, quien muere en brazos de su marido arrepentido.
Sin apartarse demasiado de los esquemas tradicionales del melodrama, este título presenta algunos elementos novedosos. Por ejemplo, el duelo mismo de esgrima ¡entre dos mujeres!, aunque es una secuencia que no tiene demasiada tensión y se ve perjudicada por la afectación excesiva del reparto. Más interés presenta toda la introducción, con viñetas de la amistad (que a ratos parece más íntima de lo que es) de la dos mujeres, siendo muchachas en el internado (sus clases de gimnasia, sus juegos junto a una fuente), pero sobre todo el galanteo del marido de una de ellas con su amante delante de los ojos de la esposa. Antológica es especialmente la escena en que, tras un encuentro entre las amigas en la casa del matrimonio, salen de paseo en un carro de caballos: en el asiento trasero se sitúan la esposa y su hija pequeña, con la que juega distraída y de espaldas a su marido y su amiga, quienes llevan las riendas del carruaje y aprovechan para hacer manitas. La escena está vista desde los dos lados del carruaje y tiene una evidente gracia pícara. Sin tapujos, y con igual encanto, los amantes se dejan llevar de la mano, en bañador, en un día de playa, en un detalle particular de la pareja, que al mismo tiempo (con las casetas y la multitud en trajes de baño) es un retrato de las diversiones de la época.
La historia particular y la general también se mezclan en un momento anterior, cuando el matrimonio va a recibir a la estación de tren a su amiga. Se ve a la pareja mezclarse entre la multitud mientras el tren, en una escena parecida a la de los hermanos Lumière, llega al andén. Tras unos momentos de pasajeros anónimos, aparece el trío protagonista saliendo como de la nada y recuperando la centralidad de la película.
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