domingo, 22 de febrero de 2009

"EL LIBRO DE LAS ILUSIONES" DE PAUL AUSTER Y LA TEORÍA DE ARNHEIM


En este espacio hemos visto y veremos algunos libros y artículos consagrados a hablar del cine mudo, libros escritos desde la teoría, ya sea a través de la estética o de la historia del cine, o desde la memoria de un creador o de un espectador. A pesar de que en muchos de ellos existe una clara vocación por la síntesis, ésta difícilmente se condensa tanto como la pincelada que ofrece textos surgidos de la creación literaria, como el que citamos a continuación. Pertenece a El libro de las ilusiones (2002), de Paul Auster, una obra que se puede recuperar estos días en los quioscos gracias a una selección especial del fondo de la editorial Anagrama. Versa sobre un profesor y escritor que trata de escribir un libro sobre uno de los últimos cómicos del cine mudo y sobre su arte introduce las siguientes observaciones, que enlazan claramente con la teoría sobre el cine de Rudolph Arnheim, en su defensa de la imagen pura y su rechazo a todo lo que, como el color y el sonido, acercan al cine a la representación exacta de la realidad:

«Era demasiado explícito, pensaba yo, no dejaba bastante espacio a la imaginación del espectador, y la paradoja consistía en que cuanto más se acercaba el cine a simular la realidad, menos lograba representar el mundo: tanto lo que está en nosotros como a nuestro alrededor. Por eso siempre había preferido instintivamente los films en blanco y negro a las películas en color, el cine mudo al hablado. Se trataba de un lenguaje visual, de una forma de contar historias proyectando imágenes en una pantalla de dos dimensiones. La incorporación del sonido y del color había creado una ilusión de una tercera dimensión, pero al mismo tiempo había robado pureza a las imágenes. Ya no eran ellas quienes se encargaban de todo, y en vez de hacer del cine el medio híbrido perfecto, el mejor de los mundos posibles, el sonido y el color habían debilitado el lenguaje que debían haber realzado. Aquella noche ... se me ocurrió que estaba contemplando un arte muerto, un género absolutamente difunto que jamás volvería a ser practicado. Y sin embargo, pese a todos los cambios que habían sobrevenido desde entonces, su obra resultada tan fresca y estimulante como lo había sido el día del estreno. Aquello se debía a que entendían el lenguaje que utilizaban. Habían inventado una sintaxis de la mirada, una gramática de cinética pura, y salvo por el vestuario, los coches y el anticuado mobiliario que aparecía en segundo plano, su obra no podía envejecer. Era pensamiento plasmado en acción, voluntad humana expresándose mediante el cuerpo humano, y por tanto era para siempre. En su mayoría, las comedias mudas no se habían molestado en contar historias. Eran como poemas, como interpretaciones de sueños, como intrincadas coreografías del espíritu, y, al estar ya muertas quizá a nosotros nos llegaban más profundamente que a los espectadores de su época. Las veíamos al otro lado de un gran abismo de olvido, y las mismas cosas que las separaban de nosotros eran en realidad las que las hacían tan fascinantes: su silencio, su ausencia de color, su ritmo irregular, acelerado. Ésos eran obstáculos, y por eso no nos resultaba fácil verlas, pero también aliviaban a las imágenes de la carga de la representación. Se ponían entre nosotros y la película, y por tanto ya no teníamos que fingir que estábamos contemplando el mundo real. La pantalla plana era el mundo, y existía en dos dimensiones. La tercera dimensión estaba en nuestra cabeza.»


[AUSTER, PAUL, El libro de las ilusiones, Barcelona: Anagrama, 2003, pp. 23 y 24]

Hay que tener en cuenta que las ideas de Rudolph Arnheim aquí puestas en boca de un personaje de novela fueron presentadas en un texto de 1932, El cine como arte, momento en el que la corta trayectoria del cine sonoro hasta entonces no podía competir de ninguna manera con las grandes cimas del mudo. Así, podía presentar las carencias del cine mudo, como el sonido y el color, como elementos que lo caracterizaban como arte. Es cierto que había música en la sala y que podía haber fotogramas coloreados, pero no había intención de que esos sonidos y colores fueran los de la realidad, sino que estuvieran asociados al tema, al motivo que se representaba, impuestos desde una voluntad artística. Para él también constituían características de su arte la distorsión de las relaciones espacio-temporales a través del montaje (el cine no suele representar los eventos a tiempo y espacio real), los encuadres y diferentes técnicas que modifican nuestra percepción y punto de vista, por ejemplo a través de la iluminación, etc. También era muestra de su condición de arte que las imágenes tuviesen una representación bidimensional, y no la tridimensionalidad de la realidad, o que además de sonido y color careciesen de olor o de la posibilidad de ser tocadas. Hubo tentativas extravagantes para acercar al cine a los cinco sentidos y a la tridimensionalidad, pero no fueron más que una anécdota.

Y, en el fondo, aunque con el tiempo su oposición a la incorporación del sonido y el color se vio cuestionada, su teoría no deja de tener validez si tenemos en cuenta que el color y el sonido no han seguido siendo exactamente los de la realidad (si alguien es capaz de decir qué es ésta "realmente"), pues suelen ser elementos manipulables por una vocación de estilo, de iluminación, de efecto deseado, incluso en filmes documentales. Por eso, podemos seguir creyendo (matizándolas) en las palabras de Arnheim y en las del narrador de la novela de Auster que nos ha llevado a hablar de este tema.

martes, 17 de febrero de 2009

CENERE (1916), de Febo Mari


El cine italiano buscó como recurso de prestigio la contratación para la gran pantalla de grandes estrellas del teatro. Así ocurrió con muchas de las grandes divas, pero también con importantes actores que luego incluso encaminaron sus pasos también hacia la dirección. Una de las operaciones en ese sentido más sonadas fue la contratación de Eleonora Duse (1858-1924), algo así como la Sara Bernhardt italiana, de fama internacional, aunque ya mayor y retirada del teatro. Los productores Arturo Ambrosio y Giuseppe Barattolo consiguieron convencerla y de la propia actriz nació una propuesta: la adaptación de la novela Cenere ("Cenizas") de Grazia Deledda, quien años más tarde sería galardonada con el premio Nobel de Literatura (1926). El protagonismo de la Duse era tal que en los créditos aparece su nombre junto al título de la película , como máxima estrella y excusa del proyecto. E incluso inmediatamente después aparecen unas palabras de Deledda dedicadas a la actriz y al tema principal de la obra. La película fue realizada en 1916 por Febo Mari (1884-1939), quien también se ocupa del guión y se guarda para sí el otro papel principal.



La historia no es gran cosa, un drama típico: Una mujer, Rosalia, se ve obligada a abandonar a su hijo, Anania, junto a la fábrica donde trabaja el padre de éste para que el muchacho pueda tener un porvenir. Ya convertido en todo un hombre, desde Roma, donde ha estudiado, Anania sigue añorando a su madre, quien a su vez recuerda a su hijo vagando por el campo. Al pueblo regresa el hijo en busca de su madre y al encuentro de Margherita, su amor desde la niñez. Tras unos días de búsqueda, madre e hijo se reencuentran, pero Anania no perdona a su madre el abandono y marcha de la casa.



El dolor que esta actitud produce en Rosalia le conduce a la desesperación y a la muerte. En el último momento, Anania besa la frente de su madre, ya cadáver en brazos de varios pastores.




La película está muy descompensada. Se centra mucho en ese abandono-reencuentro, sin que los 37 minutos que dura permitan al espectador vivir el dolor de madre e hijo separados, ni acabar de ver qué pinta Margherita en esta historia. La actriz está bien pero su interpretación contenida, dada al gesto mínimo, que a ratos se presenta como una gran virtud, lastra algunos pasajes con una falta de ritmo.

El mundo reducido a la difícil relación entre madre e hijo también tiene su unidad de acción, apenas dos o tres escenarios en el pueblo, y principalmente uno: la casa familiar, de máxima austeridad. De la estancia romana de Anania sólo tenemos el apunte de una ventana, y del pueblo, algún matorral y la fábrica. Ésta se nos presenta en un bello y suave travelín, una excepción (también hay algún interesante fuera de campo o algún plano expresivo aislado) en una película ciertamente estática, en la que lo teatral no acaba de unirse bien con lo cinematográfico.

Fue la única experiencia de la Duse en el cine, quizá por su edad avanzada (moriría ocho años después) o porque no acabó de gustarle la idea. En todo caso, la película suele tener sus líneas en los libros de historia del cine, no tanto por sus virtudes, como por constituir un claro ejemplo del trasvase de talentos entre el teatro y el cine en esa época. Hay que tener en cuenta que aún por entonces se daba la consideración del cine como un espectáculo menos noble que el teatro, verdadero motivo de reunión de la burguesía. La aparición de las grandes figuras teatrales en la gran pantalla era a la vez un vehículo complementario de lucimiento para sus carreras y una forma de prestigiar al cine como arte.