viernes, 22 de febrero de 2008

TIGRIS (1913) Y CHOMÓN EN ITALIA


En referencia a unos cortos de Pastrone ya hablamos de la estrecha colaboración de Segundo de Chomón con este cineasta en sus títulos más importantes. En buena medida, el inicio de esa colaboración, al menos en sus aspectos más significativos (pues Chomón ya participa en Padre, de 1912) tiene lugar con Tigris (1913). Un año antes, Segundo de Chomón, que no ve demasiadas perspectivas en Barcelona para desarrollar su cine, acepta en el mes de mayo una oferta de la Itala Film para trabajar en la compañía, después de unos primeros contactos en febrero. Significa el inicio de una relación que deja para el cine italiano su colaboración decisiva en títulos como Cabiria (1914), Il fuoco (1915), la serie sobre Maciste, Tigre reale (1916), La guerra y el sueño de Momi (1917). La retirada de Pastrone al final de la I Guerra Mundial significa un duro golpe para la continuidad de Chomón en la productora y desde su despido oficial (1922) alterna colaboraciones en Francia e Italia (donde volverá a brillar con Maciste en el infierno, 1926).

Recomendado, al parecer, por Lucien Nonguet, también en Italia después de su paso por la Pathé, Chomón es contratado por Pastrone porque responde a las expectativas del realizador italiano, en su búsqueda de un técnico polivalente, capaz de asumir tareas de dirección y manejo de la cámara, ocuparse de la iluminación y la fotografía, inventar trucajes y aportar todo tipo de soluciones técnicas, tanto en el rodaje como ante el celuloide. Pocas veces Pastrone reconocerá en público su gran aportación al cine mudo italiano, por cuestión de orgullo, pero ésta existió.

En 1912 colabora ya en Padre y consolida su participación en Tigris, una producción de persecuciones y disfraces, que sólo presenta dos puntos de interés: las escenas concebidas por Chomón y la curiosidad de ver, tal como se anuncia al inicio mismo de la película, por si quedaba alguna duda, a un único actor interpretando a tres personajes, "incluso dos al mismo tiempo en la pantalla", algo que resultaría muy novedoso en la época. No es que varíe mucho la caracterización y de hecho se juega a desconcertar al espectador, con barbas "reales" y postizas, y un continuo transformismo del mismo actor. La aparición conjunta en el mismo plano de varios de esos tres personajes es labor del trucaje, y por lo tanto de Chomón.

Las escenas en que más interviene el pionero aragonés corresponden principalmente a las que requieren trucajes o efectos especiales de luz. Entre las primeras destaca la pesadilla del inspector Roland, donde juega con transparencias y el contraste entre el inspector que sueña (plano real) y lo soñado que parece abrirse paso en una pantalla que sale de la propia realidad. Más impactante incluso que esta escena es la del célebre escena en que enfrenta a ladrones y policías en la oscuridad: sólo se ven destellos y ráfagas de luz propiciadas por los disparos, única presencia en pantalla. Un punto de partida similar, pero mejorado por la evolución técnica, tanto de la fotografía como del sonido, servirá a Fritz Lang para hacer uno de los grandes momentos de El testamento del Dr. Mabuse, ya en la década de los 30.

Algunos de los títulos en los que colaboró Chomón los iremos viendo en las próximas semanas, pero todo el mundo recuerda por encima de todos un título, del que hablaremos en nuestro próximo post dedicado al cine mudo italiano: Cabiria. Una colaboración ésta, como en otros casos, que la historiografía cinematográfica tardó en reconocerle, incluso por estos lares.

jueves, 7 de febrero de 2008

MA L'AMOR MIO NON MUORE (1913) de Mario Caserini


"Ma l'amor mio non muore...", así reza la carta final de la protagonista de este drama, como forma de despedirse tiempo antes de que delante de su amado pierda la vida. La película es un producto a la medida de Lyda Borelli, una de las grandes figuras de un tiempo en el que "las divas" constituían en sí mismas un género cinematográfico, una marca de serie. De hecho, el éxito de este título y esta actriz provocaron el nacimiento del fenómeno.

La Borelli (1884-1959), a la que también veremos en Rapsodia satanica (1915) y Malombra (1917), tuvo en esta cinta la oportunidad de darse a conocer en el mundo del cine (ese mismo año de 1913 fue el de su debut con Memoria dell'altro, con idéntico partenaire: Mario Bonnard). Antes de recalar en esta industria ya se había hecho un nombre y había inaugurado una tipología de personaje femenino en el teatro, donde debutó en 1901, compartiendo tablas con otra de las grandes divas: Eleonora Duse. La Gloria Film la contrató para interpretar delante de las cámaras el mismo repertorio de gestos enfáticos y actitudes al borde del desmayo que había mostrado en los escenarios. Todo por amor: y no por superatletas sino por tipos más bien apocados, enfermizos, a ser posible aristócratas. Tuvo suficiente con unos pocos años de carrera (1913-1918) para entrar a formar parte del imaginario cinéfilo de varias generaciones de italianos, una carrera concluida tras su matrimonio con el empresario Vittorio Cini.


Ambientada en el mundo germánico, la cinta se inicia con el príncipe Maximilian de Wallenstein (Mario Bonnard, quien sería más tarde director) recibiendo una invitación para asistir a una cena en casa del coronel Julius Holbein... y su hija Elsa (Lyda Borelli). Mientras el coronel Holbein aprovecha para discutir con otro mano del Ejército los pormenores de una estrategia sobre un plano, el príncipe atiende a Elsa junto a un piano y le expresa su amor. En un descuido, el príncipe también se hace con el plano y se despide de sus anfitriones. Elsa tiene una pasión por la música que hace realidad al ser contratada por un teatro, donde actuará con un nombre artístico, para no ensuciar la reputación de su padre, con un alto cargo en la Administración. Elsa y Maximilian se vuelven a cruzar por azar en varias ocasiones hasta que ella provoca un nuevo encuentro y se desencadena el amor. Una carta en que se denuncia a Elsa como cantante provoca el rechazo de Maximilian y la desesperación de Elsa, quien escribe una carta de despedida y de amor desesperado. Todo ello conduce al suicidio de la joven, que no puede evitar el príncipe, quien ha acudido al camerino arrepentido. Como se ve, la trama no va mucho más allá de los dramas románticos herederos de la tradición teatral decimonónica que se prolonga hasta inicios del siglo XX, hasta que la I Guerra Mundial ponga ante los ojos de todo el mundo la evidencia de un mundo y unas formas de hacer nuevas.

La actuación es, desde nuestra perspectiva, claramente afectada, pero rebosa energía y sabe transmitir la locura del amor. No hay duda de que el peso (el interpretativo, se entiende, y la focalización de la historia) lo lleva la actriz, quien protagoniza la mayoría de encuadres cercanos. Esto es así, por ejemplo, en los dos momentos en que sale actuando en el teatro, con un interesante punto de vista: la cámara se sitúa en un lugar privilegiado del escenario, justo detrás de la actriz, para destacar al mismo tiempo a ésta y al ambiente del público, como una forma gráfica de plasmar que "domina el escenario". Otro momento de mayor protagonismo aún, que da lugar a uno de los planos más bellos de la película, se produce en el momento en el que Elsa intenta escribir la carta a Maximilian: vestida con un elegante, pero a la vez triste, traje negro escribe muy cerca de la cámara, sentada en la mesa del café de la estación de tren, que aparece a su fondo en perspectiva. Es el marco de un bello plano, pero también una información para la historia: la carta y su marcha en tren son indisociables.

La construcción en sombra, con un predominio en negro, de esta escena contrasta con el blanco, casi de tul, espiritual, con el que está construida la secuencia del reencuentro de los dos enamorados. Ella pasea en caballo y se detiene hasta una casa construida en mármol para tocar el piano. Maximilian, sentado en las escalinatas, quien no se ha percatado de la presencia de Elsa, escucha su voz y su música y acude al interior. Llega el éxtasis y la recreación de los amantes en algo místico: por un momento parece el interior de una iglesia, con una luz deliberadamente filtrada. Este edificio también es escenario, pero en su parte exterior, de una secuencia de cámara que suena a moderna. Se produce en el momento en que el empresario teatral trata de convencer a la actriz para que vuelva a actuar. Se encuentran en las escalinatas, vistas desde arriba. Luego, en su conversación y paseo, bordean las terrazas de la mansión, con la cámara situada desde una posición más lejana: mientras suben las escalinatas la cámara va desplazándose suavemente hacia la izquierda, hasta situarse en la perspectiva en que le interesa. Ya una vez los dos personajes arriba, la cámara permanece fija en una posición, en espera de que Elsa y el empresario se acerquen a ella, hasta dar fin a la conversación y a la secuencia.

A pesar de la modernidad y la eficacia de los recursos narrativos, obviamente lo más recordado de la película son las escenas de amor apasionado entre la Borelli y Mario Bonnard: primero un célebre beso, en el que ella aborda a su amado con todos los brazos de que dispone, que parecen más de dos; después, el desesperado fin, con ella cayendo en un diván y él entrando de pronto en la locura. Hay que mirarse esas escenas con distancia, apreciando su composición, a medias entre lo teatral y lo pictórico, herederos ambos de un sentido de lo "romántico" en tiempos en los que este concepto había entrado casi en su caricatura.