La cinefilia hace a uno encapricharse por títulos que no puede ver y crece el ansia porque aparezca por ahí alguna copia que los saque del almacén (que imagina siniestro) donde están custodiadas las películas. Cuando, pasado el tiempo, después de mitificarlas mucho, llega la ocasión de poder ver alguna de ellas, muchas veces llega la decepción, un cierto desencanto que no le deja ser objetivo ante las imágenes que ve. Éste es el caso de Himmelskibet para el que escribe estas líneas. Hace años vi en una historia de la ciencia ficción una referencia y una foto enigmática acerca de esta película, a la que se consideraba en esa obra como la primera space opera. Más tarde, la encontré con la misma foto en una historia del cine nórdico y también en un foro sobre los orígenes de la ciencia ficción en el que (algo frecuente en el caso del cine mudo) la persona que hablaba de ella no la había visto ni tenía muchas más referencias de ella que las que había copiado de algún manual. Ayer, finalmente, tal como anunciamos hace unas semanas, la proyectaron en la Filmoteca de Catalunya. La decepción deriva de las expectativas de ver algo así como una Guerra de las Galaxias, con batallas interespaciales (de las que no hay ni rastro en esta producción), no tanto de la película en sí, muy interesante, aunque claramente castigada por el tiempo.
Las películas de ciencia ficción suelen envejecer mal, por cuanto muy pronto los avances técnicos llevan los mundos imaginados en ellas por otros derroteros y, además, su estética está más apegada que en otros géneros a los gustos estéticos de una época, sin apenas más apoyo que en la cultura popular de su época o en las obras visionarias de tal o cual artista que una década después puede haber perdido su vigencia. Piénsese en el 2001 de Kubrik, con algunos pasajes, influidos por la psicodelia de la época, ciertamente hoy pasados de moda. Si esto ocurre años después de que el hombre pisara la Luna y de que se desarrollara una carrera espacial, imagínense décadas antes de que todo esto fuera siquiera una posibilidad, y menos aún en un filme que trata no del viaje a la Luna (imaginado por Méliès en adaptación del libro de Verne), sino de un viaje a Marte.
La película, dirigida por Holger-Madsen, desarrolla los planes de un doctor, cuyo ídolo es Cristobal Colón (aunque le atribuye erróneamente la intención de dar la vuelta al mundo), para viajar a Marte. Para ello, en sólo dos años logra construir una nave, el Excelsior, y logra captar como voluntarios a un puñado de expedicionarios, uno de ellos comprometido con una joven llamada Corona. Boicoteado por el escepticismo de un viejo científico, quien se despide con sarcasmo de la tripulación pidiendo que le envíen una carta a Venus. Tras varios meses de viaje, con un intento de motín incluido, la nave llega a Marte, donde aguardan varios hombres y mujeres vestidos totalmente de blanco, con complementos poco creíbles (los hombres con túnicas que recuerdan al mundo clásico grecolatino, pero con extrañas cofias de una tela como de ala de mosca; las mujeres, como las hadas campestres, con diademas de flores). Tras años de guerras y sangre, Marte ha construido un mundo civilizado donde no hay armas de fuego, ni delitos (o si los hay, se superan con la toma de conciencia y no encerrando al infractor en la cárcel) y donde el amor se vive desde la pureza. El capitán se enamorará de estos ideales y en especial de una de las doncellas, a la que traerá en el viaje de vuelta.
Las películas de ciencia ficción suelen envejecer mal, por cuanto muy pronto los avances técnicos llevan los mundos imaginados en ellas por otros derroteros y, además, su estética está más apegada que en otros géneros a los gustos estéticos de una época, sin apenas más apoyo que en la cultura popular de su época o en las obras visionarias de tal o cual artista que una década después puede haber perdido su vigencia. Piénsese en el 2001 de Kubrik, con algunos pasajes, influidos por la psicodelia de la época, ciertamente hoy pasados de moda. Si esto ocurre años después de que el hombre pisara la Luna y de que se desarrollara una carrera espacial, imagínense décadas antes de que todo esto fuera siquiera una posibilidad, y menos aún en un filme que trata no del viaje a la Luna (imaginado por Méliès en adaptación del libro de Verne), sino de un viaje a Marte.
La película, dirigida por Holger-Madsen, desarrolla los planes de un doctor, cuyo ídolo es Cristobal Colón (aunque le atribuye erróneamente la intención de dar la vuelta al mundo), para viajar a Marte. Para ello, en sólo dos años logra construir una nave, el Excelsior, y logra captar como voluntarios a un puñado de expedicionarios, uno de ellos comprometido con una joven llamada Corona. Boicoteado por el escepticismo de un viejo científico, quien se despide con sarcasmo de la tripulación pidiendo que le envíen una carta a Venus. Tras varios meses de viaje, con un intento de motín incluido, la nave llega a Marte, donde aguardan varios hombres y mujeres vestidos totalmente de blanco, con complementos poco creíbles (los hombres con túnicas que recuerdan al mundo clásico grecolatino, pero con extrañas cofias de una tela como de ala de mosca; las mujeres, como las hadas campestres, con diademas de flores). Tras años de guerras y sangre, Marte ha construido un mundo civilizado donde no hay armas de fuego, ni delitos (o si los hay, se superan con la toma de conciencia y no encerrando al infractor en la cárcel) y donde el amor se vive desde la pureza. El capitán se enamorará de estos ideales y en especial de una de las doncellas, a la que traerá en el viaje de vuelta.
Aunque parezca una idealización algo plomiza de Marte, no hay que olvidar su año de producción, el mismo de la finalización de la Gran Guerra, un conflicto que ha despertado a partes iguales el patriotismo y el pacifismo en los lugares más recónditos de la Tierra. La ciencia ficción ha servido en muchas ocasiones para hacer proyecciones sobre otros mundos y tiempos que sirvieran para explicar (y criticar) el presente. Tenemos que llevar nuestras mentes a ese contexto, por muy poco acertado que nos parezca el mundo idealizado que nos presentan, en el que además (eso sí es más preocupante para el espectador) no ocurre gran cosa: un encuentro con los marcianos, con un pequeño momento de tensión, una danza de las doncellas dedicada a la castidad, el enamoramiento del capitán y el envío de una señal a la Tierra. Poca cosa más, porque interesa sobre todo la difusión de ese mensaje de paz, incluso con la mediación de una escena desacertada como la del intercambio de alimentos autóctonos: los marcianos ofrecen frutas y los expedicionarios traen productos de la Tierra, como el vino o "carne muerta" enlatada; cuando el líder de los marcianos pregunta "cómo obtienen" esta carne muerta, el capitán dispara al aire y cae una descomunal ave; el disparo produce un gran revuelo en la población marciana, que ha olvidado el sonido de las armas, pero su impacto no es tan grande como el que produce la hilaridad de los espectadores en la sala, al ver caer tamaña presa. Una escena así constituyó un gag de Harold Lloyd como infalible cazador, pero aquí no está planteado como tal, lo que hace que esta escena sea una evidente salida de tono.
El diseño de la nave (un avión de caja agrandada) y las multitudes que acompañan su despegue y aterrizaje también debe situarse en el contexto de la época y en el auge de la aviación. Ésta se ha desarrollado en el contexto de la Gran Guerra (los principales héroes de la contienda fueron los aviadores) y su popularidad va a incrementarse con la aparición de los vuelos comerciales. Desde el primer vuelo en 1903, ya había habido diversos intentos de cubrir la distancia entre dos ciudades, aunque hasta el año siguiente de la producción de la película nadie había conseguido volar entre continentes sin escalas. Hay una cierta épica del aviador en las escenas en que la nave sobrevuela Copenhague, que también sirve de glorificación de la ciudad, aunque no se mencione su nombre, para seguir las premisas de internacionalización de los productos Nordisk, sin referencias locales.
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