viernes, 11 de mayo de 2007

EL PAYASO (1926) de A.W. Sandberg

A estas alturas del ciclo dedicado a los daneses (que ya ha concluido en la Filmoteca de Catalunya y que aquí lo hará en breve, después de cuatro reseñas, incluyendo ésta), queda claro que las principales joyas vistas estos días corresponden a la dirección de A.W. Sandberg. Su nombre a quien esto escribe apenas le sonaba como autor de un antecedente del desaparecido Four Devils (1928) de Murnau titulado Die Benefiz-Vorstellung der vier Teufel (1920). A pesar de la calidad de los dos títulos ya reseñados, Grandes esperanzas (1921) y Con los nervios crispados (1923), la que está considerada "gran obra maestra" de Sandberg es la que ahora nos ocupa.

El payaso (1926) es un remake de otro título homónimo del propio director, estrenado en 1917, pero que no tuvo tanta proyección internacional como éste. Uno de sus principales valores es la interpretación del actor sueco Gösta Ekman, quien ese mismo año fue el protagonista del Fausto de Murnau. Una película danesa con un intérprete sueco que también triunfaría en Alemania: como puede verse, el intercambio en el reparto y equipo técnicos entre los países del Norte de Europa era constante y en el caso danés, por esos años ya en franca crisis, esta colaboración aún resultaba más necesaria.

La historia de la película se basa en el tópico del payaso que llora, el de que detrás de la sonrisa que aparenta el payaso se puede encontrar una vida llena de pesares y contratiempos. Y verdaderamente la historia de Joe Higgins es de tragedia. Tras conocer a una chica, Daisy, casarse con ella y triunfar en París con su espectáculo, se suceden los problemas a partir del momento en que su mujer se deja seducir por un diseñador de ropa, Marcel, y se marcha con él. Arrepentida trata de volver con Joe, al que quiere comunicar que ha tenido una hija, pero las circunstancias impiden su reencuentro. El dolor conduce a Joe al alcoholismo y a ella al suicidio. El diseñador, Marcel, totalmente arruinado, acude al circo para evadirse de sus problemas, a sabiendas que el encuentro con Joe no será gratificante. Joe actúa con un número en el que hace una parodia de los tiradores de precisión. Al ver a su antiguo rival de amores, decide robar una pistola de verdad al pistolero que ha actuado antes que él, e improvisa un número para apuntarle. La sola intimidación hace innecesario apretar al gatillo, pues Marcel muere de un ataque al corazón. En el bolsillo del difunto alguien encuentra un papel que habla de la presencia en un hospital de Daisy Higgins. Creyendo que es su esposa, Joe acude en su busca, pero allí encuentra a una niña y comprende que es su hija.


A pesar de su construcción melodramática, es una película bastante contenida en sus emociones, que sólo estallan cuando tienen que hacerlo. Es de antología en este sentido toda la parte dedicada a contar la consolidación de la pasión de Daisy hacia Marcel, el descubrimiento de la infidelidad por Joe y la huida de ella. Empieza con una escena en la que Daisy, tras un intento de Marcel por besarla, corre al camerino donde Joe se prepara para el espectáculo. Ambos se maquillan la cara en el mismo plano: él para actuar y ella para disimular sus sentimientos contrariados. Sencilla idea, pero terriblemente sugerente. Más tarde, mientras Joe actúa, su mujer es seducida entre bastidores por Marcel y la escena está planteada de tal forma que lo que Joe va expresando en el escenario (en especial su canción doliente) cobre mayor sentido por algo que aún él no sabe. Lo averigua posteriormente cuando, mirándose a un espejo, se eleva el telón y ve reflejados a Marcel y Daisy besándose. En vez de girarse y dar cuenta de los amantes, su rabia se desata contra la imagen que ha visto y destroza el espejo, lo que lleva a un momento impactante emocional y visualmente. A continuación viene una lección de cómo conducir cinematográficamente el impacto que produce esta imagen y no llevarlo por el terreno del folletín: el trío pasea por una calle en penumbra, en silencio, intentando digerir cada uno su parte de la emoción. Marcel se retira, aunque sigue de cerca a la pareja, que acaba por darse a conocer sus intenciones, que acaban con la huida de Daisy.

Los desencuentros posteriores entre Joe y su mujer también están muy bien planificados. El primero pilla a los dos protagonistas uno en cada lado de una acera en las masificadas calles de París (en esta película ampliamente descrita en sus monumentos y en sus luces diurnas y nocturnas). La dificultad de Joe para atravesar la calle en un momento de gran intensidad de tráfico está milimétricamente planteada y lleva a la desesperación tanto al protagonista como al espectador. La segunda ocasión, cuando Daisy va a visitar a sus padres, al edificio donde también está Joe, combina muy bien el melodrama y la comedia. El melodrama, con el encuentro entre Daisy y su padre, que la rechaza por lo que ha hecho. La comedia, aunque matizada, con las carreras del desesperado Joe por encontrar la llave del portal, tras saber que su mujer ha bajado las escaleras, en la que incluye un diálogo entre el portero y su esposa sobre la afición de la bebida, que puede tomarse de forma jocosa o como confirmación de la impotencia de Joe porque le dejen la llave, o como las dos cosas al mismo tiempo.

Lo cómico y lo trágico están especialmente representados en el momento de mayor tensión de la película: el último encuentro entre Joe y Marcel, cuando éste último asiste al espectáculo del payaso. Se establece un juego que se encuadra perfectamente en la definición que de "suspense" establecía Hitchcock, en la que al espectador se le anticipan acciones que desconocen algunos personajes y se le mantiene en tensión hasta que ocurren, no siempre del modo esperado. Lo que los espectadores del circo creen que ven es la torpeza de un payaso por emular al tirador que acaba de hacer su número de precisión. Lo que los espectadores de la película están viendo es la obsesión del payaso por matar a Marcel y por encontrar el mejor momento, improvisando dentro de su número para hacerlo. Marcel está entre los dos niveles de espectadores: inseguro de si lo que está viendo es espectáculo o la preparación de su asesinato. La tensión estalla en dos momentos: la primera saca su lado cómico, al disparar Joe una flor de lo que el espectador cree que es la pistola de verdad; el segundo, se adentra de lleno en la tragedia, resolviéndola de forma sorpresiva, pues antes de que Joe alcance a disparar, Marcel muere de un ataque al corazón. Gran dominio de las relaciones entre ficción y realidad, o mejor dicho de la ficción dentro de la ficción, y gran dominio del suspense, de la relación entre espectador y trama.

En el tramo final de la película, se suceden las tragedias, pero sobre todo el desmoronamiento físico y emocional del personaje de Joe, algo que resulta muy creíble tanto por la buena labor de maquillaje como por la actuación de Gösta Ekman, quien pasa de tener un aspecto dulce y amanerado en los inicios de la cinta (al igual que la historia, con tintes de película romántica) a un tono agresivo, casi de psicópata, en la parte más dura de la trama. El gran dominio del gesto de Ekman se resume en el emotivo final cuando conoce y abraza desesperadamente a su hija, aferrándose a su única esperanza: su cara, aunque castigada y doliente, empieza a iluminarse entre lágrima y una tenue sonrisa. Toda palabra sobra. Un bello y necesario final, en el que deja algo de redención para el personaje, y una sensación de que la historia se ha cerrado con el único final posible, tras dos horas y algo más ante la pantalla sin pestañear.

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