viernes, 29 de junio de 2007

LA CATÁSTROFE DEL GRAN CIRCO (1912) / AMOR Y AMISTAD (1912) de Eduard Schnedler-Sørensen

Con motivo del ciclo dedicado en la Filmoteca de Catalunya a los clásicos del cine mudo danés, ya tuvimos ocasión de analizar una de las películas del director Eduard Schnedler-Sørensen (1886-1947), titulada Engañado a muerte (1911), dentro de un grupo de filmes dedicados al tema del harén. En esta ocasión nos acercamos a otros dos títulos: un gran éxito del actor Valdemar Psilander, entre el melodrama y la acción, y una película de Clara Pontoppidan, también un melodrama.


La catástrofe del Gran Circo (1912)



Un conde (Valdemar Psilander) debe abandonar la hacienda familiar a causa del impago de una elevada deuda y se traslada a la ciudad. Allí, instalado en el Hotel de los Artistas, entabla relación con los propietarios de un circo, donde acabará demostrando sus habilidades como jinete. Al mismo tiempo que inicia una relación sentimental con la dueña del circo, es objeto de deseo de una joven, a la que ayudará a escapar del incendio del hotel. Tras ver como su amada flirtea con otro, marcha a un bar para tratar de olvidar sus penas, justo unas horas antes de afrontar un número peligroso con el caballo, en el que ha de subirse a una plataforma elevada y resistir junto al animal una traca de fuego. El número falla y el conde cae al vacío junto al caballo. Ya en el hospital, el conde herido recibe las fieles atenciones de la joven.

Circo y melodrama ya ha sido motivo de algunos artículos dedicados a películas concretas de este período en este blog. El melodrama con la estructura típica del triángulo amoroso y el tema del circo como excusa para introducir elementos espectaculares con uno o dos números de circo, a los que, además de su emoción intrínseca, se añade como contexto la tensión sentimental de la historia. La introducción de los números circenses ayuda también a experimentar más con la cámara y romper con la rutina de los planos de interior con besos de amantes y salones.

Este último punto está en relación a uno de los grandes valores de la película: la diversidad de puntos de vista. Aunque a veces se pierde la noción de quién está focalizando la historia, la película se enriquece del diálogo entre planos que plantean formas diversas de ver un mismo hecho. Un ejemplo claro es la primera exhibición del conde con el caballo, que también sirve para presentarnos la fascinación que el aristócrata ejerce en una joven. Se alternan los planos en los que se ve el número tal como lo ven los espectadores del circo con uno más particular, en el que la chica sigue la exhibición a través de lo que dejan ver unas cortinas entreabiertas. Como la joven contempla la escena en primer término en el plano, se da un juego con los espectadores de la sala de cine, pues se presenta como si fuese una espectadora más de la película que se ha ido hasta la pantalla a ver qué hay detrás de la cortina.

Hay también una importante labor de cámara y montaje en toda la secuencia del incendio del hotel. Para escapar de las llamas, el conde y la joven optan por dos soluciones que cualquier manual sobre emergencias y seguridad ante incendios desaconsejaría: utilizar el ascensor y escapar por la azotea hasta la del edificio vecino, caminando como funambulistas por el tendido eléctrico. Más allá de lo original y lo peligroso de este camino, la secuencia está rodada con criterio. La parte del ascensor está rodada con una cámara subjetiva desde dentro: se ven aparecer los diversos pisos del hotel en llamas hasta que encuentran una planta desde la que se puede acceder a la azotea. Allí se alternan los planos en los que presumiblemente actúan los especialistas con los que aparecen los actores principales, además de planos cenitales en los que se ven los preparativos de los bomberos por si alguien cae (ella lo hace sobre una lona).

Todas estas escenas se combinan con observadores espontáneos, personas anónimas reales que seguramente acudirían al lugar, llamados por la curiosidad de todo el tinglado del cine. No aparecen casualmente: es un inserto documental premeditado para dar mayor verosimilitud a la acción. Estos espectadores anónimos ya han aparecido en el momento de la llegada del carruaje del conde al Hotel de los Artistas. Al fondo del plano se divisan algunos transeúntes que pasean o acaban de hacerse con el periódico, y, al ver la cámara, se giran para averiguar quién va a bajar del carruaje. Un homenaje al cine documental que estaba en boga unos pocos años antes y, al mismo tiempo, un recurso narrativo deliberado.

El principal número final, con toda la carga emotiva de la historia y con el añadido de que el protagonista tiene algunas copas de más, tiene gran espectacularidad, aunque este espectador no acaba de entender en qué consiste el número, cuál se supone que debía ser el final con éxito. Pero hay que admitir que técnicamente es muy atrayente: jinete y caballo se suben en una plataforma (ya situar en ella al caballo, muy temeroso, es una heroicidad), que elevan hasta lo más alto del circo con unas poleas. Una vez allí, el director del circo enciende las mechas para desmontar la plataforma, de la que saltan jinete y caballo. El humo, el desconcierto y el montaje ayudan a engañar visualmente al espectador y a darle la impresión de que ese salto se produce realmente desde tanta altura, cuando lo único que vemos es su inicio y su desastroso final, ya con el caballo y su jinete tendidos en el suelo.

Amor y amistad (1912)

Dos amigas íntimas se ven obligadas a enfrentarse a partir del momento en que una descubre la relación de su marido con la otra. Amantes de la esgrima, la situación se resuelve con un duelo a muerte con espada en la que resulta herida de muerte la esposa engañada, quien muere en brazos de su marido arrepentido.

Sin apartarse demasiado de los esquemas tradicionales del melodrama, este título presenta algunos elementos novedosos. Por ejemplo, el duelo mismo de esgrima ¡entre dos mujeres!, aunque es una secuencia que no tiene demasiada tensión y se ve perjudicada por la afectación excesiva del reparto. Más interés presenta toda la introducción, con viñetas de la amistad (que a ratos parece más íntima de lo que es) de la dos mujeres, siendo muchachas en el internado (sus clases de gimnasia, sus juegos junto a una fuente), pero sobre todo el galanteo del marido de una de ellas con su amante delante de los ojos de la esposa. Antológica es especialmente la escena en que, tras un encuentro entre las amigas en la casa del matrimonio, salen de paseo en un carro de caballos: en el asiento trasero se sitúan la esposa y su hija pequeña, con la que juega distraída y de espaldas a su marido y su amiga, quienes llevan las riendas del carruaje y aprovechan para hacer manitas. La escena está vista desde los dos lados del carruaje y tiene una evidente gracia pícara. Sin tapujos, y con igual encanto, los amantes se dejan llevar de la mano, en bañador, en un día de playa, en un detalle particular de la pareja, que al mismo tiempo (con las casetas y la multitud en trajes de baño) es un retrato de las diversiones de la época.

La historia particular y la general también se mezclan en un momento anterior, cuando el matrimonio va a recibir a la estación de tren a su amiga. Se ve a la pareja mezclarse entre la multitud mientras el tren, en una escena parecida a la de los hermanos Lumière, llega al andén. Tras unos momentos de pasajeros anónimos, aparece el trío protagonista saliendo como de la nada y recuperando la centralidad de la película.

miércoles, 27 de junio de 2007

LAS TENTACIONES DE LA GRAN CIUDAD (1911) de August Blom


August Blom (1869-1947), como ya señalamos en el anterior artículo o cuando analizamos Atlantis (1911), fue una de las grandes referencias de la Nordisk, a la que llegó tras una carrera como actor de teatro (1893-1908) para luego convertirse en su principal director (1910-1924), fiel a la compañía incluso en sus momentos de mayor declive. Retirado de las labores de dirección en 1925, siguió colaborando con el cine danés en los años 30 y 40. Uno de sus actores fetiche fue Valdemar Psilander (en la foto). Este intérprete, desaparecido prematuramente a los 32 años, tuvo uno de sus mayores éxitos en Ved Faengslets Port (Las tentaciones de la gran ciudad, 1911), la película que nos ocupa.

Un noble, Aage (Valdemar Psilander), debe afrontar una importante deuda, derivada de sus juergas en un local de mala reputación. Su acreedor, de cuya hija, Anna (Clara W. Pontopiddan), está enamorado Aage, le amenaza con recurrir a su madre si no abona la suma prestada. Desesperado, y con temor de decepcionar a su madre, Aage llega a pensar en el suicidio, pero acaba optando por falsificar la firma de su progenitora en un cheque. Más tarde, acaba siendo sorprendido por su madre intentando robarle un dinero que ella tenía guardado en su cómoda. Madre e hijo se reconcilian y acuden a casa del prestamista, donde éste y su hija se han enfrentado por el papel de la deuda, que Anna ha conseguido arrebatar a su padre y lanzar a la estufa.

Nobles arruinados que optan por la bebida o intentan suicidarse, salones y amoríos, la gran vida y las bajas pasiones... Son elementos que ya hemos visto en otros títulos de la cinematografía danesa, también presentes en otras cinematografías, aunque sin la carga erótica y el desparpajo que hicieron célebres (y escandalosas) las producciones danesas en todo el mundo. Más allá de su convencional historia, la película destaca por su cuidada escenografía, el tratamiento de la luz y algunos planos de gran eficacia narrativa.

A diferencia de otras producciones danesas que hemos visto, con unos decorados más bien de cartón piedra y con dos o tres elementos, en esta ocasión, aun siendo igualmente artificiosos, dejan de lado la austeridad y presentan un deliberado recargamiento: cortinajes, cuadros con escenas de caza, salones de gran profundidad, candelabros, espejos... Por lo menos en cuanto a la casa de los nobles se refiere.

La luz tiene su mayor protagonismo en la escena del frustado intento de robo (véase el fotograma que ilustra este artículo), donde la sombra sólo está matizada por la figura del protagonista en primer término, las velas del candelabro y el espejo. Éste último sirve para ofrecer el mejor momento visual y narrativo de la película. En un mismo plano se ve en la penumbra (la de la escena y la de su turbia vida) a Aage intentando hacerse con el dinero, mientras en el espejo que está a su lado se ve a la madre del protagonista observando la escena. En planteamiento es prácticamente igual a otra escena de La bailarina (1911), ya analizada aquí, del mismo año y del mismo director, aunque en esta ocasión tiene mayor impacto por el juego de luces y sombras y por su desenlace: las luces se encienden y allí donde destacaba la presencia del espejo aparecen un criado y un policía, mientras la presencia de la madre (y no su imagen) se hace patente en el plano.

Como hemos visto en otras películas danesas, hay también aquí un uso de la transparencia para comunicar mundos: en este caso, sirve para ver al mismo tiempo al protagonista y a un interlocutor, el prestamista, hablando por teléfono. El prestamista está siendo instigado en esa escena por personajes del local, lo que constituye un apunte cómico, de los varios que tiene la película, a pesar de su tono general. Uno de los personajes más destacados de esa troupe es el de una rellenita e interesada cazafortunas, que aporta detalles grotescos a la trama, con un par de bailes (uno de ellos planteado en una escena con interesantes perspectivas en el plano) y, sobre todo, una secuencia definitoria, en la que acaba despachando a Aage, tras una noche de juerga, al comprobar que tiene la cartera vacía, dejándole con la deuda.

Imaginamos que el éxito de Psilander en la época, y en especial por este título, se justifica por su versatilidad (aunque nada comparable a la de una Asta Nielsen) para encarnar tanto a un galán como a un personaje atormentado, matices que consigue con un número muy limitado de gestos y su presencia, que no era poca.

martes, 26 de junio de 2007

DOS FILMS DE ASTA NIELSEN (1911)

Volvemos a encontrarnos con Asta Nielsen, la gran estrella femenina del cine danés, que también lo fue del cine alemán en sus inicios, en dos títulos de sus primeros pasos como mito, un año después de haber rodado la que podría considerarse su tarjeta de presentación: Afgrunden (1910), dirigida por su marido, Urban Gad. Los dos títulos, El sueño negro (1911) de U. Gad y La bailarina (1911) de August Blom, que emparejan a la actriz con la otra gran figura del cine danés, Valdemar Psilander, ofrecen prácticamente el mismo molde temático: las pasiones que levanta entre dos hombres una bella mujer, vinculada al mundo del espectáculo, llevan a una serie de intrigas en salones y parques, culminadas con un disparo fortuito para conducir al melodrama a su punto más trágico. Sin embargo, y a pesar de estar rodados en el mismo año, hay una gran distancia en cuanto al atractivo de su puesta en escena, donde claramente gana la partida la película de Blom.



El sueño negro (1911) de Urban Gad

A Stella, una joven que actúa como amazona en un circo, se la disputan dos hombres: su pareja, Grev Johan Waldberg (Valdemar Psilander), y el joyero Hofjuveler A. Hirsch. El primero contrae una fuerte deuda con el segundo tras una partida de cartas. Para ayudarle a pagar esa deuda, Stella se deja regalar una joya de manos de Hirsch, momento que aprovecha para robarle un collar, que entrega a Grev Johan. Éste vende la joya, sin conocer su procedencia. Hirsch, quien había sido testigo de la entrega en un parque de ese collar, trama un plan contra la dama. Todo la tensión desemboca en un encuentro entre los tres protagonistas, en el que Grev Johan acaba con la vida de Stella, disparándole en el pecho, justo en el lugar donde ella guarda un documento que demuestra su amor por él.

Las escenas de interior no distan mucho en su concepción de los dramas románticos del teatro de la época y no aportan demasiado en cuanto a detalles técnicos. Más interesantes resultan las escenas de exterior, los sugerentes planos de una calle, con luz difuminada y sensación de vida, así como el encanto de las escenas en el parque, tanto los paseos de Grev Johan y Stella como el momento de la entrega del collar, un plano bien construido que incluye también a Hirsch escondido entre los matorrales, por lo que el espectador puede asistir a las estrategias de los tres personajes de un único vistazo. Hay una buena ambientación de los interiores, así como de vestuario, aunque a la Nielsen, como ocurre en otras películas, le colocan una colección de sombreros la mar de estrambóticos.


La bailarina (1911) de August Blom

Una bailarina de ballet, Camille, debe cubrir la ausencia de la estrella de un espectáculo. Su relación con un dramaturgo, Jean Mayol, se ve alterada por el flirteo de éste con otra dama, esposa de su amigo Simon. Tras una serie de intrigas, que acaban con la vida de la esposa de Simon, Camille se entrega a los brazos del pintor Paul Rich (interpretado por Valdemar Psilander).

En esta cinta, bajo la mirada de uno de los grandes realizadores del cine danés, August Blom, vuelve a presentar triángulos amorosos (aunque aquí la figura geométrica tendría más lados y ángulos) y a la Nielsen tocada con sus curiosos sombreros, aquí incorporados a la trama, en un momento de intercambio de indumentarias. Pero casi desde el inicio de la cinta ya marca distancia, desde el punto de vista técnico, con el anterior título. La estrella de ballet ha tenido que aprenderse a la carrera el texto de la actriz que ha causado baja y sale al escenario. Ello da lugar a un espléndido plano: vemos lateralmente la escena representada por Camille y el actor que la acompaña, pero también vemos el artificio del telón y al dramaturgo a un distancia más próxima en el plano, viendo la escena; al fondo se ven otros integrantes de la compañía que también observan el momento, pero que no tienen la importancia de ese personaje, el dramaturgo, dentro de la historia que se nos cuenta.

Más tarde, hay otro gran instante de narración a través de las imágenes y su disposición dentro del mismo plano. Camille ha sido invitada a dar un discurso en un salón. El plano presenta a la bailarina iniciando su discurso con la atención de su audiencia. A su lado hay un espejo en el que aparecen Jean y la mujer de Simon coqueteando. En un momento determinado, Camille interrumpe su discurso y señala a los dos amantes, situados fuera de campo, pero a los que vemos gracias a su imagen reflejada en el espejo. Efectivo recurso en una época en la que no sería tan habitual encontrar este tipo de soluciones, que intentan diferenciar teatro y cine.

lunes, 25 de junio de 2007

MOD LYSET (HACIA LA LUZ, 1919) de Holger-Madsen


De nuevo, volvemos a visitar el universo Holger-Madsen, con uno de esos melodramas de mensaje simple, a favor de una moral algo maniquea, pero de un impacto visual que atrapa al espectador. Más que nunca en esta cinta, donde la luz (espiritual) del título está presente en la configuración tanto de las emociones de los personajes de la película como en la construcción de las imágenes. Además, hay un elemento que realza este título: la presencia de Asta Nielsen, en uno de sus trabajos más recordados, y en el que afronta varios registros.

Hacia la luz (1919) narra la historia de la evolución espiritual de una frívola condesa, Ysabel, acostumbrada a jugar con los sentimientos de los hombres que acabará sus días predicando la fe. El factor determinante para ese cambio de actitud lo constituye su fascinación por las palabras de un predicador, Elias Renato, y la serie de desgracias que ha de asumir: su boda con un falso conde se frustra tras ser detenido éste como impostor; la decepción de la madre de Ysabel le conduce a la muerte; antes, el joven Félix, enamorado de Ysabel, se suicida ante la imposibilidad de su amor con la condesa; finalmente, un incendio asola la "Isla de los Sin Techo", un proyecto del predicador, en cuyas ruinas Ysabel promete entregarse a la difusión de la fe, hasta la luz divina.

El arranque de la película ya da cuenta de su principal tema: la evolución de Ysabel. Presenta al personaje interpretado por Asta Nielsen, enmarcada en un óvalo que recuerda al marco de un espejo, con varias de sus caracterizaciones a lo largo de la película. A continuación, el ambiente de un cóctel, además de retratar la coquetería de la Ysabel frívola, sirve como tarjeta de presentación de todos los personajes principales: el barón Sandro Grec (en realidad, un impostor llamado Leon Spontazzi), el profesor Manini y su hija, el novio de ésta, Félix, enamorado de Ysabel; la madre de Ysabel; en el exterior del club donde se celebra el cóctel se presentan otros personajes: la joven Wenka, a punto de suicidarse lanzándose al agua, atormentada por la vida con su padre alcohólico, es salvada por el predicador, Elias Renato, y acabará colaborando con él en el proyecto de la "Isla de los Sin Techo".

Aunque son muchos los ambientes que describe la película (el abarrotado club del cóctel, un salón donde se celebra una partida de cartas, el ambiente popular de la Isla, la desolación del barrio humilde donde viven Wenka y su padre, la casa aristocrática de Ysabel...), lo más destacado son las atmósferas lumínicas que rodean como un aura a los personajes. Destaca tanto la iluminación de exteriores naturales (los alemanes, especialmente el Murnau de Nosferatu, aprendieron mucho de esta lección danesa), con una luz casi espiritual, especialmente en las escenas junto al agua, como también el uso de la luz manipulada para focalizar algunos detalles. La luz, en este último aspecto, y el uso del iris, sirve para realzar la importancia espiritual de algunas escenas o gestos: el detalle de las manos de Ysabel rezando, la silueta en sombras del predicador en diálogo con un círculo de luz (aludiendo a su comunicación con lo sobrenatural), o el contraste de iluminación en los varios momentos en que Ysabel y el predicador se desplazan de tierra firme a la Isla: el segundo momento, por ejemplo, en el que ambos salen de la isla en barca, iluminados sólo por una lámpara ofrece planos de gran belleza y significado (intimidad de la pareja, presencia de la luz que les ha de iluminar).



La lámpara de este viaje es uno de los varios elementos simbólicos de la película, de gran eficacia visual, pero que quizás ofrecen un innecesario subrayado. Uno de los primeros es el inserto del plano de una telaraña con una araña rodeando a su presa, que da cuenta simbólica del momento en que Ysabel queda atrapada definitivamente por las palabras del predicador. Más tarde, tras un diálogo de Ysabel con el predicador, éste trata de eludir cualquier tentación, al leer un pasaje en el que Jesús es capaz de abstraerse de las palabras de Satán, con el que está junto a una colina; constituye una digresión muy bella, con un Diablo realmente creíble y una imagen estereotipada de Jesús. Otro ejemplo: el incendio de la Isla, muy bien rodado, está vinculado al pecado y a la construcción de una nueva vida en sus ruinas; es al mismo tiempo un escenario y un símbolo: contemplando el incendio desde tierra firme, el incendio de la Isla queda resumido en un gran halo de luz. El final de la película resume ese uso simbólico con un doble recurso: Ysabel, ya convertida en predicadora, queda con unos ropajes simples, que transmiten pureza; tras sus palabras, sobre la luz que ha encontrado, se introduce el inserto de una estampa claramente bíblica, con unos pastores detenidos, adorando la luminosidad de la estrella de Belén.

Los mensajes de esta y otras películas de Holger-Madsen, especialmente las dedicadas a predicadores y portadores del pacifismo, pueden haber perdido vigencia, por lo menos en cuanto a la candidez de su presentación, pero la luz y su manipulación fascinan al espectador de cualquier época, incluso de la nuestra.

lunes, 18 de junio de 2007

¡ABAJO LAS ARMAS! (1914) de Holger-Madsen

Una de las figuras más internacionales del cine danés fue el director Holger-Madsen, que alcanzó gran fama con sus melodramas y sus películas pacifistas, con la inmediatez de la Primera Guerra Mundial como contexto. En Himmelskibet (1918), ya analizada aquí, construía una parábola algo ingenua, con la excusa de un viaje a Marte, para promover la paz mundial al final del conflicto. Años antes, coincidiendo con el inicio de las hostilidades, y con ayuda de Carl Th. Dreyer en el guión, dirigía la adaptación de una obra pacifista, escrita en 1889 por la baronesa Bertha Von Suttner, y que contribuyó a que a esta dama se le otorgara el premio Nobel de la Paz en 1905. La baronesa, a quien vemos abajo en una foto, sale haciendo de sí misma, ante unas hojas, en los primeros fotogramas. Fue una imagen que le sirvió de testamento, pues murió poco antes del estreno de la película. El pacifismo de la obra perjudicó su distribución en las salas de los países que querían incitar a la participación patriótica. En otros lugares, como en Estados Unidos, fue utilizada para defender la inicial voluntad del país de no participar en el conflicto, una postura que no duraría mucho y que pronto propiciaría otro tipo de películas, germanófobas y de clara incitación al alistamiento patriótico en el ejército.



¡Abajo las armas! (1914) narra la historia de Martha Althaus (Augusta Blad), una viuda de guerra, quien ve con temor la marcha de su segundo marido, F. von Tilling, a un nuevo conflicto armado, aun siendo él un fervoroso defensor de la paz. Un armisticio parece dar esperanzas a Martha al ver regresar a su marido, pero la falta de acuerdo entre las naciones beligerantes lleva a una continuación de la guerra. Allí F. von Tilling es herido y vuelve de nuevo a casa, donde una epidemia de cólera acaba con la vida de Martha y de su padre, quien, en su lecho de muerte, grita totalmente convencido "Ned med Vaabnene!" (¡Abajo las armas!), viendo las desgracias directas e indirectas que ha traído la guerra.
El núcleo principal de la película lo constituye el debate del segundo marido (interpretado por Olaf Fønss, a quien ya vimos en Atlantis) entre sus convicciones pacifistas y su fervor patriótico, por lo que la obra pasa casi de puntillas por la historia del primer marido y de su muerte. Apenas un encuentro, una estampa familiar con el niño de ambos jugando a ser soldado, un telegrama frío sobre su muerte, un entierro multitudinario y los pasos previos del conocimiento del segundo marido. Muchas de las noticias importantes de este melodrama, a lo largo de sus casi 50 minutos de duración, se resuelven con un telegrama como rótulo, lo que restaría un poco de eficacia narrativa a la película si no fuera porque estos telegramas se combinan con un conjunto de imágenes de gran impacto y un uso expresivo de la cámara.
El encuentro decisivo de Martha con su segundo esposo, por ejemplo, se presenta como una conversación entre ellos en una mesa: ella a la izquierda del plano y él a la derecha; entonces la cámara se va retirando para abrir el plano hasta que además de la mesa con la pareja aparece en la parte superior el piso de arriba, a donde ha subido la cuidadora del niño para decir a éste que salga a saludar desde la escalera a su padrastro. Una vez que el niño da su conformidad, y el espectador ha podido ser testigo de la reacción de todos los personajes en un único plano, éste vuelve a cerrarse con otro zoom de nuevo sobre la pareja y acaba así una secuencia perfecta. En otros casos el movimiento de la cámara no es tan exagerado, pero sirve igualmente para construir planos acercando a unos personajes a otros o situándoles en diversos espacios, como en el momento en que Martha comprende que su segundo marido va a ir a la guerra. Ella sale de la casa a reflexionar en el jardín, vuelve a ella acompañada de su marido, que la ha seguido, y con él la cámara, y finalmente se ve rodeada de familiares y amigos, que tratan de tranquilizarla.
La cámara va con los personajes, pero muchas veces éstos se dirigen a ella. Cada cierto tiempo algún jinete al galope a punto de dar una noticia o un carruaje llegando se dirigen desde el fondo del plano hasta casi topar con el espectador. Una evidencia de que algo va a ocurrir, casi siempre la llegada de un telegrama. Ya hemos dicho que generalmente la forma de presentar los telegramas es simplemente ponerlo en pantalla y luego reflejar la reacción de quien lo lee. Pero hay una importante excepción. El telegrama en que el oficial explica a su esposa que ha sido herido es recreado por ella en una suerte de ensoñación, plasmada en pantalla con un trucaje, una transparencia con ella sentada en un sillón y en un espacio abierto en un lado del plano con las imágenes de su marido luchando con sus agresores.
Aquí es donde nos fijamos en el tratamiento visual de la guerra en la película. Mucho humo de cañón, en el que se adivinan acciones y desconcierto, muchos soldados anónimos cayendo abatidos en su intento infructuoso de alcanzar la colina del enemigo. Pero el espíritu pacifista de la película le hace fijarse tanto en este tipo de escenas como en las relativas a las consecuencias de la guerra. El anonimato de los soldados abatidos también es el de los muchos militares, pero también civiles, heridos y cansados en vagones de tren o en enfermerías, o incluso el de un caballo muerto. Dos de los grandes momentos pictóricos de la película son reflejo de ese desencanto, de ese día después de la guerra. Los planos de los soldados en la parte superior de los vagones de un tren vistos desde muy cerca y desde arriba en un travélling que aprovecha el recorrido del tren, es de un gran impacto. Aún más el de la enfermería abarrotada con heridos y monjas enfermeras, todos en actitud de espera cansada, como si de la imagen de un refugio antibombardeos se tratara. Apenas es fácil en uno u otro momento destacar una cara en particular, pues son collages de la derrota colectiva; ningún héroe.
También hay un claro tratamiento pictórico en los momentos finales de la película, correspondientes a la agonía de Martha y, más tarde, de su padre. En la de Martha, su padre se queda llorando al pie de su lecho, mientras otros personajes cercanos acaban de completar de pie la emoción de la escena. Su composición obedece a los parámetros académicos en la construcción de este tipo de temas. Los últimos instantes del padre de Martha también responden a esta concepción. Tal como puede verse en el fotograma correspondiente, los personajes que asisten a la agonía del militar dirigen todos su mirada hacia el moribundo, dibujando un triángulo invertido cuya punta es precisamente su rostro, que adquiere toda la centralidad, antes de soltar el grito de paz que da título a la película.

miércoles, 13 de junio de 2007

LOS CUATRO DIABLOS (1920) de A.W. Sandberg


Después de haber hablado sobre varios títulos de los primeros momentos del cine danés saltamos en el tiempo (años 20) y en el espacio (a la cinematografía alemana) para analizar una película dirigida por el danés A.W. Sandberg en su periplo fuera de Dinamarca. Lo hemos creído conveniente para conectar con la temática del artículo anterior dedicado a las incursiones de Alfred Lind en las relaciones entre cine y circo.

Esta película, titulada en original Die Benefiz-Vorstellung der vier Teufel (1920), constituye una nueva versión de la novela de Herman Bang, de la que ya informamos al hablar de Lind, y tiene una gran importancia, además de por sí misma, porque ha permitido intuir cómo sería la película perdida de Murnau, Four Devils (1928), sobre el mismo tema.

Cuatro artistas del trapecio, llamados "Los cuatro diablos", dos hombres y dos mujeres se conocen desde que siendo niños huérfanos fueran acogidos en un nuevo hogar. Uno de ellos, Frederik, está enamorado de una dama de la aristocracia, casada, a la que galantea. El amor hacia la dama le distrae de la concentración necesaria para su trabajo, especialmente en los preparativos de un número especial, en que ha de actuar junto a una compañera en un salto mortal sin red. Llega el momento y falla en el salto. A consecuencia de ello, Frederick cae al vacío, junto a una de los "diablos", que está enamorada de él. Ambos mueren rodeados de una multitud impresionada por el accidente.


El melodrama que sirve de base a la historia contribuye a dar mayor emoción y tensión a los números de trapecio, muy eficaces y creíbles, con un montaje perfecto, en el que se combinan los saltos ejecutados por los especialistas, los instantes de descanso entre salto y salto (donde aparecen los actores principales con un fondo negro, para hacer creer que están rodados en el aire) y las caras de expectación de los asistentes a la función.

Junto a este tipo de montaje se da el más empleado por el cine alemán de la época, herencia de los daneses, un montaje que narra a través de lo que se ilumina o no, mediante la apertura del iris. Un ejemplo es la presentación de la dama adúltera, su marido y su perro como espectadores de la función de Frederick. Sin moverse del plano la luz va focalizando en uno u otro personaje y su reacción al espectáculo, en una escena que tiene un particular aire grotesco. Antes, al principio de la película, ya se había utilizado este recurso en la presentación de los integrantes del cuarteto. En concreto, en la presentación de Frederick, uno de cuyos fotogramas ilustra este artículo, la luz se proyecta sobre el diablo dibujado en el maillot del trapecista y luego se va abriendo al resto del plano para mostrarnos al personaje. Ese diablo, por cierto, en un guiño al cine primitivo, está tomado seguramente de los que aparecían en los números de linterna mágica o, por lo menos, recuerda a ellos.



La parte melodramática está bien construida, especialmente las escenas que tienen como escenario el interior o el exterior de la vivienda de la dama casada, en las visitas de su amante. La primera visita ofrece un bello plano, con él entrando en el salón mientras en la parte superior del plano ella está iniciando su descenso por una imponente escalera. Una escena que será recurrente en los melodramas del cine clásico, en la aparición estelar de personajes, sobre todo los femeninos. Aquí además los amantes no se ven, pero aparecen en el mismo plano y situados a una altura muy diferente, con lo que el plano también hace una alusión a su dispar condición social.

Otra de las visitas se ofrece en versión doble, una imaginada y otra real: atormentado porque la dama se ha distanciado de él, Frederick imagina que va a la casa y descubre ante el marido la infidelidad de ella. Pero lo que realmente acaba haciendo es quedarse en el regazo de la dama. El plano de él, desolado junto a una farola, se repite en dos momentos: uno para ponerse a imaginar y otro, tras acabar esa escena, para hacer evidente que lo que se ha visto no ha sucedido, sino que ha sido pensado por él como intención. Fuera, la trapecista que está enamorada de él, decide marcharse cuando ve que Frederick se queda en la casa. La escena ofrece otro bello plano, el de la muchacha viendo, junto a una farola, cómo se apagan las luces de la casa. Simbolismo simple, pero eficaz y de gran economía narrativa. Es uno de los muchos momentos de la película, en que los personajes aparecen muy alejados de la vida que se desarrolla junto a ellos, compartiendo el mismo plano, pero en otro espacio al que el personaje no puede acceder. Es el caso de Frederick, sentado en la terraza de un bar, viendo desde una ventana el bullicio del interior del local, mientras su figura evoca soledad y melancolía. Una escena similar, en La quimera del oro de Chaplin, está en el imaginario de todo aficionado al cine.

Intimismo, melodrama, eficacia visual (tanto en la composición de planos como en el uso de la luz como parte del montaje) y números circenses bien rodados son los elementos que combina y condensa esta película en algo más de 40 minutos. Un título que, además de fuente indispensable para hacerse una idea de la versión de Murnau, puede dar pistas (o más bien evidencias) del legado que el cine alemán tuvo del danés en el uso de la luz y en la adopción de determinados temas (piénsese en Variété, por ejemplo).

lunes, 11 de junio de 2007

ALFRED LIND: CINE Y CIRCO


Una de las productoras nacidas en los años de esplendor del cine danés fue la skandinavisk-russiske Handelshus (Danish Scandinavian-Russian Trading), conocida con ese nombre entre 1911 y 1913, año en que pasó a denominarse Filmfabriken Danmark. Produjo unos 90 títulos hasta 1919 y a partir de esa fecha, en plena crisis y orientada fundamentalmente al documental, inició su declive hasta su cierre definitivo en 1923. Entre lo poco rescatado de su producción se sitúan dos títulos de Alfred Lind, restaurados y editados en DVD por la Filmoteca Danesa: El circo volador (1912) y El domador de osos (1912). Ambos comparten un mismo escenario (el circo ambulante), los triángulos pasionales y el encanto de la protagonista: Lilli Beck.

El mundo del circo ya había interesado a Alfred Lind (1879-1959) en la más antigua versión de Los cuatro diablos (1910), según la historia de Herman Bang con trapecistas como protagonistas, que más tarde fue adaptada también por A.W. Sandberg (1920) y por F.W. Murnau en la desaparecida Four Devils (1928). Alfred Lind fue un destacado actor, operador de cámara, director y productor, labor esta última en la que jugó un papel crucial en los inicios del vecino islandés.

Den flyvende Cirkus (El circo volador, 1912)

Un funambulista, al que pretende una encantadora de serpientes, se enamora de la hija del alcalde, a la que consigue salvar de un incendio, caminando de ventana a ventana por una cuerda. A pesar de ello, el alcalde rechaza que el joven se convierta en su yerno por su condición de artista, pero, sobre todo, por su pobreza. El funambulista se plantea entonces como reto llevar un pequeño cañón al ayuntamiento caminando por una cuerda, lo que despierta una gran expectación. El principal obstáculo que encontrará en su camino será la serpiente del circo, que se ha escapado de su cesta y se ha encaramado a la cuerda, justo en el último tramo antes de la ventana. Allí se asoma la hija del alcalde, quien logra hacer entrar a la serpiente. La pareja se abraza en la ventana y a su lado, la encantadora de serpientes, resignada a esta relación que ya no puede obstruir, trata de recoger en sus brazos al reptil.


La película, que tuvo un gran éxito y dio lugar a una secuela, de la que hablaremos líneas más abajo, tiene sus mejores momentos en las acrobacias del funambulista, tanto en el circo, como en los retos a los que se ve obligado. En el rescate de su amada tras un incendio, la cámara se sitúa dentro de la habitación de enfrente y desde allí, con un gran sentido de la profundidad y la creación de espacios dentro del mismo plano (en otras escenas serán puertas, cortinas, arcos...), se visualiza la otra ventana, con la amada en peligro, y el recorrido del funambulista hasta ella. Si es un trucaje, no se nota. El camino del funambulista hacia la ventana del ayuntamiento para conducir un cañón se inicia con un aire documental: recuerda en ese sentido a los documentos de la Nordisk o de Elfelt sobre pioneros del aire en sus demostraciones públicas. Esta vez, sí se observa el vacío bajo la cuerda del funambulista, al verse su recorrido de derecha a izquierda, y la escena está reforzada por la gran multitud agolpada para contemplarle. El final, en cambio, pierde ese aire documental y recuerda su condición de melodrama-película de acción, con la inquietante silueta de la serpiente colgada de la cuerda y el funambulista algo nervioso en su avance.


La llegada a la cuerda de la serpiente desde su cesta constituye una de las secuencias más impactantes de la película. A pesar de los evidentes cortes en algunos planos para que la secuencia no sea tan larga, se consigue captar la lentitud con la que la serpiente avanza desde la cesta, sale de la habitación, se mueve por un tejado y llega a su destino, secuencia potenciada por la sensualidad propia de la piel de este reptil y su movimiento. Su dueña, la encantadora de serpientes, es un personaje realmente atractivo, en claro contraste por su actitud y movimientos al recato de la hija del alcalde. Una escena crucial en la definición del personaje es su conversación con un mono disfrazado tumbada, vestida con camisón y fumando en una actitud de mujer liberada que a buen seguro despertaría tantas pasiones como indignaciones en el contexto moral de la época.


Bjørnetæmmeren (El domador de osos, 1912)

En el pequeño mundo de un circo, una encantadora de serpientes (de nuevo, Lilli Beck) y el domador de un oso (domador interpretado por el propio Alfred Lind) se enamoran y se casan. Más tarde, la esposa decide aceptar una oferta para hacer de bailarina en un teatro de variedades, donde interpreta la danza de la serpiente, gracias a la mediación del director del local, un cazatalentos con el que flirtea, además de con uno de los actores. El domador descubre la relación y obliga a su mujer a volver a casa.

El primer acto, de tono romántico y cómico, describe el enamoramiento de la pareja, el encanto del mundo ambulante de la vida en las carretas del circo y finaliza con la boda. En el banquete está muy bien captado el ambiente festivo, con un plano de la mesa abarrotado de acciones y personajes, entre los que destaca la presencia pintoresca de un mono disfrazado que toca el organillo. Este personaje sirve para cerrar el primer acto, cerrando una cortina tras la que los amantes se retiran para disfrutar de su noche nupcial.

A partir del segundo acto la película adopta un tono más sombrío y se decanta por el melodrama, en el que, además de las relaciones propiamente dichas, están en juego los modos de vida: lo que le atrae a la bailarina de su amante no es tanto él mismo como sus atenciones y el mundo estable y copioso (con el manido recurso del racimo de uvas para representarlo) que su amante le ofrece, un mundo más sofisticado que el primario e inestable en el que actualmente vive. El acto se inicia con un número teatral, una danza india que alude a una serpiente y que tiene como principal elemento en el escenario un gran Buda. Aunque nacida de una estereotipada visión de Oriente, la escena sabe captar la atención del espectador por la sensualidad de los movimientos de la bailarina y por el juego de sombras que se establece alrededor de la gran estatua de Buda. Las sombras en su relación con los espacios vuelve a estar presente en la impactante aparición del marido en la habitación donde la bailarina y su amante están coqueteando. De un espacio en sombras, sale una mano con una soga y el borde una cortina, que poco a poco se va retirando hasta mostrar el rostro agresivo del domador celoso. El final de la película ofrece un gran plano, con la mujer afligida al fondo, junto a las escaleras y la entrada de la vivienda, y el domador, al otro lado de un arco que sirve para separar dos espacios dentro del mismo plano. Están juntos en el mismo encuadre, pero sus mundos están separados, y la imagen se hace eco sutil de ello.

Es, sin duda, el mejor detalle técnico que caracteriza la cinematografía de Alfred Lind, además de su habilidad para insertar números de circo en sus tramas, situadas entre la historia romántica y el melodrama.

viernes, 1 de junio de 2007

LA NORDISK DOCUMENTAL


En el anterior artículo del blog hacíamos referencia al trabajo del primer cineasta danés, Peter Elfelt, como cronista de la actividad política (especialmente en cuanto a los eventos solemnes de la familia real) y de la cultural, y de su monopolio de este tipo de obras hasta 1906. Ese año, con motivo del seguimiento del funeral de Cristian IX y la proclamación como nuevo rey danés de Federico VIII, irrumpe una seria competencia para Elfelt, la Nordisk y sus realizadores, cuyos trabajos también aparecen en el DVD comentado en el anterior artículo.

Ya desde el seguimiento de los citados eventos se aprecian diferencias entre las formas de trabajar de Elfelt y la Nordisk. El primero, que tiene en su labor de cineasta una prolongación de su tarea como fotógrafo de la Casa Real, está mucho más preocupado por plasmar los eventos en sí, desde la perspectiva que ha conseguido, no siempre la más acertada. La Nordisk, en cambio, que intenta conquistar el mercado local, con documentales y películas de ficción, mira más a la taquilla, se preocupa también del entorno de los eventos, de la expectación que despiertan y de los innumerables personajes anónimos que acompañan a los funerales, las celebraciones y las visitas reales o que transitan y realizan su vida cotidiana en Copenhague. A grandes trazos, a sabiendas de que no es totalmente verdad, el punto de vista de Elfelt sería más elitista y el de la Nordisk más populista.

La proclamación de Federico VIII como monarca y su salida al balcón estaba recogida en Elfelt desde un balcón lateral y a una distancia casi inapreciable. En el documento rodado por la Nordisk, la cámara se sitúa a un lado de la multitud agolpada en el patio: la escena sirve para retratar la expectación generada por la salida del nuevo monarca y también cubre más de cerca esa salida. Además ofrece una perspectiva de los edificios colindantes, donde a lo lejos se divisa una ventana abierta. Seguramente desde allí Elfelt estaría rodando su obra. Otro detalle, en apariencia menor, es la presencia de un perrito que aparece y desaparece ante la cámara. Sería una simple anécdota, si no fuese porque vuelve a salir en el documento rodado con motivo del funeral de Cristian IX y en otros documentos recogidos en la antología. Aporta un toque de humor y contribuye a esa atmósfera de veracidad y cercanía a la calle que quería adoptar como seña de identidad la Nordisk. El documento sobre el funeral de la Cristian IX, que también alcanzó un éxito de público inmediato, ahonda sobre todo en esta perspectiva populista, que a la vez sirve de homenaje al difunto monarca, al dar testimonio del cariño profesado por sus súbditos. Este trabajo es de una gran belleza lumínica, ayudado por el encanto de una Copenhague que tiene en sus calles todavía rastros de una reciente nevada.

Ese mismo año, 1906, vemos en un documento dedicado a la coronación de Haakon VII de Noruega un eficaz travelling hacia adelante por las calles de la ciudad siguiendo el trazado del tranvía, travelling que queda interrumpido de forma brusca en su parte final. En el documento dedicado a la visita del rey Federico VIII a Aarhus un travelling similar, pero más extenso y dinámico, recorre las calles y su transcurrir vital, mientras algunos niños tratan de seguir a la carrera, y de forma paralela, el trayecto de esta cámara viajera. Esta misma secuencia será recogida un año después en un tour filmado por Copenhague, montado a través de un collage de fotogramas de trabajos anteriores, cuyo visionado da una idea por sí sola de toda la estrategia de la Nordisk en su labor documental: desfiles a pie de calle, multitudes ante eventos, espectadores mirando curiosos a la cámara, escenas de la vida cotidiana (actividad en los astilleros, en el mercado de abastos) y hasta el perrito.

La curiosidad de los espectadores ante la cámara y su esfuerzos por aparecer, incluso cuando el objetivo se aparta de ellos, queda patente en muchos documentos, pero dos de ellos resultan especialmente graciosos en este sentido. En uno dedicado a la fiesta anual para recaudar fondos para la infancia, en el transcurso del desfile de carrozas de asociaciones benéficas, algunos niños vestidos de marinerito, de espaldas al evento, no dudan en pegar grandes saltos, creyendo que la cámara no los distingue lo suficiente. Algunos adultos, sin llegar a ese extremo, también muestran su interés en ser retratados. No tanto como el que tienen, en un documento de 1908, en principio dedicado a cubrir una huelga, la mayoría de los que aparecen ante la cámara. Más que el seguimiento de la huelga, es un homenaje en mayúsculas a los espectadores curiosos, entre los que destaca uno que llega a posar ante la cámara y se distrae tanto en ese ejercicio que está a punto de derribar a la mujer que le acompaña.

La relación entre evento y espectador lleva en ocasiones a rudimentos de montaje, como en un corto dedicado a la visita de Federico VIII a la actual Oslo. Se establece un mínimo juego de plano-contraplano entre un grupo de soldados, situados en el patio, y unas enfermeras muy interesadas en ellos, que los divisan desde una pequeña ventana. Breve pero significativo momento cinematográfico. Otras muestras de la relación entre evento y entorno, y de la preocupación de la Nordisk por el segundo para dar mayor relieve al primero, se dan en algunos documentos dedicados a visitas, donde primero se muestra el escenario (un embarcadero vacío, la profundidad de una calle con una multitud esperando) y luego la visita de las autoridades. Uno de los cortos, de 1906, empieza con la cámara siguiendo a un hombre con bombín y paraguas, que avanza paralelo a un grupo de personas que están esperando a la llegada en barco de la zarina María, de origen danés, al puerto de Copenhague. No parece un recurso gratuito e incluso la forma que tiene de desaparecer ese ciudadano anónimo, un poco forzada, revela complicidad con el cámara para rodar de esa manera la escena.

Junto a eventos solemnes y fiestas populares, aparecen otros cortos dedicados a celebrar la llegada de héroes nacionales (expedicionarios, científicos) y a mostrar novedades de la tecnología, especialmente la incipiente aviación, con las pruebas de vuelo de una rudimentaria nave o el imponente trayecto por la línea del horizonte de Copenhague de un largo zepelín, en unos de los documentos con más bellos planos de los recopilados en el DVD. Éste también ofrece un curioso corto sobre la actividad ganadera y agrícola en Dinamarca, rara avis en el género documental del país en esos momentos, con los cineastas mucho más preocupados por la vida capitalina y los eventos sociales multitudinarios.

Hablando de curiosidades, entre las multitudes agolpadas en los diversos eventos van apareciendo cineastas con trípodes, fotógrafos con cámara en mano y periodistas con cuaderno de notas. En uno de los cortos, un joven periodista con gorro busca la mejor colocación, junto a unos botes, para escuchar las palabras del Dr. Cook, descubridor del Polo Ártico. Ese periodista, entonces anónimo, según lo que recogen las notas del DVD, será más tarde el cineasta danés más internacional: Carl Th. Dreyer. El reconocimiento de celebridades y su valor como documento histórico pueden ser razones para acercarse al trabajo de los pioneros, aunque no tan importantes como la de aprender cómo cineastas que no tenían demasiadas referencias cinematográficas intentaban desarrollar elementos narrativos.